lunes, 9 de mayo de 2011
EL BAGÓN
imagen tomada por: Bultza Santurtzi, Bizkaia, Spain
Sagrario entró en el vagón del metro ligera como una pluma, apenas dos segundos antes que las puertas mecánicas se cerraran. Se movía de manera elástica, a pesar de sus años y del hábito de manga larga, a pesar de los inclementes 45 grados del tubo gástrico de un Madrid sin aire acondicionado. Con cierta violencia en sus movimientos, se colocó la toca, de la que asomaban tres pelos negros, negros, y con la otra, una mano blancuzca de dedos como alambres, se agarró al tubo metálico mil veces manoseado con una mezcla de vehemencia y resignación, mientras se persignaba. En la primera curva, a pesar de la rigidez de Sagrario, el pesado rosario de cuentas de onix que colgaba de su cuello se dobló dibujando una parábola perfecta y fue a estrellarse en la cara de Fátima, descolocándole por completo el hijab. Ni una mirada condescendiente se merecía Fátima ante tremendo golpe. Sagrario sonrió un poquito, pensando que Dios aprieta pero no ahoga, y que este “plumazo” rosarino había sido una hermosa metáfora del castigo divino que les esperaba a los infieles. Pero ni giró la cabeza, y Fátima prefirió no darle más importancia y colocarse el velo calladamente.
Quietita en su asiento, Fátima se había dado cuenta que era mejor pasar desapercibida, y mientras se estiraba el caftán, pensó que el hijab delataba a cualquiera, y los ojos de almendra, y la piel olivácea, y las sandalias de cuero recién compradas, exudando perfume de carne animal, todavía, eran demasiado pintorescas para parecer invisible. Aún así estaba contenta, contenta de poder frotarse la mejilla magullada en nombre de la fe, de poder estirarse el caftán nuevo que su madre acababa de mandarle desde Reef, contenta del calor asfixiante, contenta de que Sagrario ni la mirara. Y pensando que estaba contenta, Fátima se echo para atrás, henchida de satisfacción, con tan mala suerte que clavó el codo en el estomago a Javier.
Pero Javier ni se inmutó... estaba demasiado ocupado estudiando la geografía facial de Julio, las zonas en las que más y menos barba crecía, sus labios llenos, las fosas de su nariz, sus ojos, duros como las hiedras. Julio, se dejaba mirar. Se embebían, se comían con la mirada, entrelazaban las manos, se ponían nerviosos solo por poder tocarse. Javier se estiraba la ropa como un niño recién salido de una tienda, sintiéndose un poco incómodo en su propia piel. No se acostumbraba todavía a poder emborracharse de Julio a gusto, en un lugar tan público, y a la vez tan privado. Julio estaba encantado, extendía las plumas y se pavoneaba de ser deseado tan impúdicamente, y se acercaba a Javier, y le contaba secretos a voces al oído, y le decía que le quería solo respirando fuerte. Por eso, cuando Javier se levantó para dejar a don Pedro que se sentase, Julio se levantó con él, y un nuevo estertor del vagón provocó que el bastón de don Pedro se cayera al suelo. Julio, al recogerlo y devolvérselo, se encontró, una vez más, con una mirada cargada de repugnancia.
Don Pedro ni siquiera les agradeció el gesto, acomodó el bastón entre las piernas, se colocó la boina de cuadros sobre el pelo blanco nieve y refunfuñó entre dientes algo de que Madrid era un hervidero de vicios, y que donde había quedado aquella bendita ley de vagos y maleantes. Y mientras se aferraba al bastón, golpeando rítmicamente el suelo del vagón con él, tac, tac, tac, tac... don Pedro pensó en el párroco y su monserga sobre los degenerados esos como los que le acababan de dejar libre el asiento, que hasta asco le estaba dando estar sentado ahí, y esto ya no es lo que era, que Dios nos pille confesados. Sumido en tan profundas reflexiones, don Pedro no se dio cuenta de que acababa de entrar Rocío en el vagón, con un enorme globo hinchado lleno de vida por barriga, encorvada hacia atrás y sudando, embarazadísima.
Ni don Pedro ni nadie se dignó a cederle el asiento, y mira que a Rocío le molestaba dar lástima por estar embarazada, pero es que no se podía cargar así un niño en Julio, y menos este Julio sin piedad, y eran dos en el cuerpo de uno y no había aire acondicionado. Rocío se estaba poniendo blanca, blanca, y manoteaba sin fuerzas el aire denso, cortándolo, intentado agarrarse como podía a las barras metálicas. Alicia levantó la cabeza de su libro y vio la cara lívida y descompuesta de Rocío. Se levantó, le dio agua, le abanicó como pudo con los poemas de Oliverio Girondo que estaba leyendo.
Alicia, que no tenía instinto maternal, le dio hasta un beso a la pobre Rocío, se arremango la falda que había comprado en Trieste cuando se escapaba sola a los mercados de ropa de segunda mano para evadirse, y le limpio el sudor de la frente y de las manos. Se había formado un corrillo de gente alrededor de las dos mujeres, todos los que no habían movido una pestaña para dejar sentarse a la embarazada, se agolpaba a su alrededor, robándole el aire. Juana y María, rascándose las piernas reventadas por las varices comentaban que debía ser madre soltera, porque un marido nunca permitiría que su mujer viajase con ese bombo, en metro y sola con cuarenta y cinco grados a la sombra. Lucía se acordaba de cuando ella tenía que volver sola de las maquiladoras cuando trabajaba en Ciudad Juárez, embarazada como Rocío, jugándose la vida. Daniel tiraba de la falda de Sonia, preguntándole si la señora que tenia la tripa hinchada se iba a morir en el metro, y si iba a venir la ambulancia. Le fascinaba la sirena.
Con toda esta algarabía, casi ninguno se dio cuenta que de la mochila que colgaba de los agarradores del techo empezaba a pitar, y por supuesto ninguno fue capaz de percatarse de la explosión. El vagón saltó por los aires, y la toca de Sagrario y el hijab de Fátima se alineaban cubiertos de sangre y ceniza pidiendo perdón a Dios por sus pecados, los restos de Javier, Julio y don Pedro yacían juntos por toda la eternidad, Rocío y Alicia no tuvieron tiempo ni de intercambiarse los números de teléfono. Al final llegó la ambulancia. Pero Daniel ya no estaba para escucharla.
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